El Disfraz del Meteorito - Capítulo 2
—Curiosa palabra la que ha seleccionado, señora Bloom. Magia. Eso es precisamente lo que he venido a ofrecerles a Naiv. Una experiencia que va a desafiar todas las leyes naturales que conocen. ¿Me permite demostrárselo? Todo mago necesita una ayudante bonita para hacer el espectáculo más agradable —dijo, y sonriendo con picardía le extendió la mano a la florista, ahora ruborizada y, en el fondo, encantada de ser el numerito premiado del momento.
—Vale, solo espero que no me haga usted desaparecer, Sam —y un coro de risas tímidas y expectantes la acompañaron mientras le daba la mano.
—Al revés, señora Bloom. Lo que voy a hacer es cumplir todos sus sueños. Dígame, es usted la florista del reino, ¿no? Y supongo que se dedica a esto porque su marido o usted han heredado el negocio.
—Sí, mi marido; su padre era florista, y el padre de su padre también. Ya sabe cómo funcionan estos negocios locales —dijo, e hizo un gesto con la cara como para buscar la complicidad de Sam.
—Por supuesto. Y dígame, Amelia. ¿Le gusta verdaderamente su trabajo?
—Pues... no especialmente, no —confesó ella, ruborizaba por la honestidad que acababa de demostrarle a la gente que la miraba—. Quiero decir, es bonito repartir flores y venderlas, pero es cansado y tengo las manos destrozadas de tanta espina y tanto abono. No diría que es el sueño de mi vida, la verdad —concluyó, satisfecha con su nueva respuesta más elaborada.
—Claro, lo comprendo perfectamente. Las espinas es lo que tienen, que pinchan y hacen daño. Y, hablando de espinas... ¿no tiene usted alguna espinita clavada en su corazón de algo a lo que le hubiera gustado dedicarse si hubiera tenido la opción?
—Pues… —dudó ella, mirando hacia abajo con timidez.
—Hagamos una cosa. Cierre los ojos —dijo, y ella, convencida de que no podría hacerle nada delante de toda esa gente, accedió sin miedo—. Ahora quiero que piense en aquello que más le gusta hacer, eso que ha soñado tantas veces en soledad pero que, por unas razones u otras, no ha podido cumplir.
Una sonrisa propia de niña se dibujó en la cara de la señora Bloom. Estaba claro que había dado con algo que le hacía feliz. Sam sonrió y, para asombro de todos, dijo:
—Curioso sueño, señora Bloom. No la tenía por una artista.
Tanto la florista, que abrió los ojos en señal de sorpresa, como todos los demás espectadores se miraron unos a otros, y un susurro colectivo se apoderó de la escena. ¿Sería posible que ese hombre delgado, con canas y aspecto extraño y atractivo a la vez hubiera podido leerle el pensamiento sin más?
—No se asusten, damas y caballeros. No soy ni un brujo ni un hechicero de ningún tipo. Simplemente tengo el don de saber lo que más desean los seres humanos en el fondo de su corazón cuando se concentran. Y, lo que es más importante; puedo cumplir por lo menos parte de ese deseo. Mi trabajo consiste en hacer que parezca que son lo que quieren ser en realidad, y hoy en día, la imagen lo es todo. Por supuesto, lo que yo ofrezco no es más que una diversión, una vía de escape para la rutina diaria que nos acaba agotando y desgastando lentamente. ¿Por qué si no tenemos todos un espejo Maple en el bolsillo y nos pasamos horas mirando las publicaciones ajenas? Porque la imagen de lo que queremos hacer ver al mundo es importante. Un trabajo nuevo, una pareja nueva, e incluso lo que hemos comido y bebido, o el ejercicio o viaje que hemos hecho. Todo es cuestión de imagen. Que yo sepa, nadie se saca fotos aburridas en su puesto de trabajo como está todo el día. Ni un viernes por la tarde leyendo un libro. La gente publica lo que quiere que veamos; la mejor parte de sus vidas. Mi trabajo digamos que lo hace... más divertido —concluyó, con una mueca humilde al tiempo que se llevaba la mano al pecho—. Ahora sí, señora Bloom, llegó el momento de convertirse por un rato en lo que más le gustaría. Acompáñeme, por favor.
Sam guió a la florista por los dos escalones que subían al carromato y la hizo parar delante del cubículo: —¿Preparada? —preguntó, con emoción. Ella sonrió y miró para atrás a todos los que la observaban. Hizo una cuenta rápida y dedujo que habría unas treinta personas mirando. Sam abrió la puerta y ella observó que todo el interior se constituía por cuatro paredes de espejo, sin más. Entró nerviosa y torpe, pero él le colocó una mano en la espalda para ayudarla y, como por arte de magia, se calmó.
—Ahora, cuando cierre, todo se volverá oscuro durante unos segundos. Es cuando la magia ocurre, señora Bloom. Usted lo único que tiene que hacer es concentrarse bien en el atuendo que ha visualizado hace un rato, y el cubo hará el resto. ¿Lo ha entendido?
—Por supuesto —respondió, y se colocó recta como un soldado.
La puerta del cubículo se cerró y un destello rojo se escapó por las rendijas del cubo, haciendo que la gente que observaba emitiera susurros de sorpresa y expectación. Al cabo de unos segundos, el destello se desvaneció y se escuchó un grito en su interior seguido de una risa nerviosa. Sam sonrió y exclamó:
—¡Y aquí tenemos a la nueva y mejorada señora Bloom!
La florista salió sonriendo del cubículo de espejo y nadie pudo dar crédito al cambio que se había producido en tan sólo unos segundos. Su melena castaña, que antes se amontonaba en un recogido desenfadado, ahora lucía un moño de lo más estricto y apretado. Su camisa y su falda del color del luto habían desaparecido, y un maillot de raso dorado de tirantes y una falda de tul del mismo color abrazaban ahora su cuerpo. Para sorpresa de todos, la señora Bloom tenía una figura de lo más esbelta, pero nadie se había dado cuenta por las pintas que solía llevar —que debía llevar, por estar siempre embadurnada en algún tipo de producto o barro para sus flores—. Tenía unas piernas largas y delgadas tapadas por unas medias transparentes, pero algo no tenía sentido. Los zapatos eran los mismos zapatos negros y aburridos de cordones que llevaba antes del cambio. Cuando Amelia reparó en este detalle, dirigió su mirada a Sam en señal de pregunta y este dijo:
—Señora Bloom, me imagino que estos no son los zapatos adecuados para su disfraz. Afortunadamente, como usted ha dicho, la mejor estilista del reino y alrededores se encuentra entre la multitud, ¿no? Que venga la señora Hat, por favor.
Mary Rose, que no paraba de mirar el atuendo de Amelia, se acercó tocándose la tripa y sonriendo, siendo perfectamente consciente de que la observaban todos.
—Buenos días señora Hat —dijo Sam, y ella le extendió la mano. Él se la besó.
—Buenos días, Sam. Y por favor, llámame Mary Rose y háblame de tú, ¡no me gusta sentirme tan mayor!
—Por supuesto, Mary Rose. Dime, ¿tienes algún par de zapatos en tu tienda que pueda hacer que este disfraz sea insuperable?
—Sam, perdóname que te pare, pero yo puedo hacer lo que quiera —dijo Mary Rose, con aire altivo levantando un dedo y sonriendo para demostrar que bromeaba.
—¡Muy bien, Mary Rose! Procede entonces, por favor.
La estilista se dirigió a su tienda con todas las miradas clavadas en ella y al cabo de un minuto salió con una caja en la mano. Se paró delante de Amelia y le dijo—: Un ocho, ¿verdad?— guiñándole un ojo. Amelia asintió y ella abrió la caja. Unas bailarinas negras con dos correas de cuero a la altura del empeine asomaron por el papel de la caja, y al sacar una de ellas, los más cercanos a la escena apreciaron que no eran iguales. Una tenía el lazo que envuelve al tobillo de color negro, y la otra tenía un lazo de cuadros del mismo tono. Modernas, y a ojos de Mary Rose —y posteriormente de todo el mundo— simplemente espectaculares. La florista convertida en bailarina de ballet se las puso con nerviosismo.
Su marido, que justo en ese momento se percató de que pasaba algo, salió de la floristería con un saco de abono entre los brazos y la gente, al verlo, se apartó para que pudiera ver a su mujer. Amelia lo miró y una sonrisa coqueta le iluminó el rostro, y Tom solo pudo contestar con una caída de mandíbula y soltando el saco. El silencio por parte de la gente y el sonido que hizo el saco al caer provocaron una risa generalizada en la multitud. Hacía años que Tom no miraba a Amelia con esa cara, y los dos lo sabían. Él se acercó lentamente a donde estaba ella y, con los susurros haciendo de banda sonora, cuando estaba a unos centímetros de ella, sonrió como un niño y la besó. La multitud silbó y aplaudió como si se tratara del final feliz de una obra de teatro.
—Damas y caballeros, esto es lo que he venido a ofrecerles —dijo Sam en un tono elevado para acallar a la gente—. ¡La posibilidad de cambiar sus vidas! —y con el brazo señaló a la pareja que ahora se miraba como si fueran dos adolescentes—. Solo tienen que desearlo, y la magia ocurrirá.
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